Benkós
Hundió sus manos en el cuenco de madera, y el agua resbaló sobre su cuero calvo.
Las perlas que caían por su cuello y sus brazos devolvieron chispas de las antorchas que quemaban la noche.
Oyó crepitar los tambores, al son de las fogatas, los cantos de los hechiceros, el rumor de su pueblo, congregado alrededor del fuego y las piedras que oficiaban de altar.
Dejó caer el sayo bardo y mugroso que lo cubría, desnudando su torso y espalda, mostrando el laberinto de su camino, dibujado a punta de látigo. Un pergamino en la piel, que marcaba el camino de su vida. Desde la Bahía de Benim, hasta la selva americana, pasando por Kingston, Tortuga, Cartagena. La chusma, al verlo, rugió enardecida.
Tensó los músculos, tomó la lanza y el escudo forrado en piel de onza. Levantó la mirada. En el centro del lugar una joven y bella mujer lo vió, sin mirarlo. Altiva y tan princesa como rey su padre, tan esclava y tan libre, enfrentaba al brujo de la tribu sin inmutarse.
Benkós llamó a su lugarteniente, y se aseguró que el español hubiera sido ajusticiado.
Sabía que había logrado huir gracias a su hija, perdida de amor por el príncipe blanco. No se lo reprochaba, pero no podía perdonarla. La princesa no abrió la boca, no emitió un solo sonido. No afirmó ni negó. Pero aceptó la ley de la tribu, Debía beber la pócima que el brujo le ofrecía. Si era culpable, moriría.
Benkós, el Rey del Palenque, el soberano de la Matuna, el Rey del quilombo, observó a su hija por última vez. Luego se volvió, y montó en su caballo, decido a reducir la ciudad a cenizas.
Este sitio esta dedicado al porteño incurable en el que me reconozco, a los habitantes de mi ciudad, de mi pequeño mundo.
miércoles, mayo 13, 2009
La pelota es el juguete perfecto.
Es obediente y confiable, si se la trata de manera sensible. Uno la tira para arriba, y baja. Si se la dirige hacia un objetivo, salvo error u omisión, lo alcanza. Es el juguete perfecto de los pibes. Puede ser de cualquier tamaño, precios y colores. Sirve para los juegos más sencillos y los deportes más populares. Con una juegan todos. No importa el color, la raza o la religión. La pelota es reina. La de trapo, la de medias, la plastibol o la “pulpo” que te dejaba los chutazos marcados. La de tiento, que no llegamos a usar. Hasta las codiciadas Pintier, o Tango de “los de primera”. Y las de ahora, que viajan como misiles. Las más sofisticadas: las aterciopeladas de tenis y la curiosa miniatura del golf, propias de mentes más perversas. Otras se han especializado, como las de básket o voley… Algunas han tenido que soportar tanto el peso del amor de sus adoradores, que se han ido deformando, como las de rugby.
Son, siempre, nuestro rato de alegría. No hay otro juguete tan amable, tan versátil, tan querible como la pelota. Es el primer regalo que recibe un varón y la compañera inseparable, hasta el día de su muerte. Está por verse si el Barba no nos tiene deparado un lugarcito para seguir jugando. Para Bioy, el paraíso era una cancha de tenis. Sueiro no se animó si decir si detrás de la luz blanca espera una gran pradera de gramilla verde, llena de Tangos lustrosas, listas para jugar.
La pelota es una amiga. Y logra su epifanía cuando se vuelve el centro, la generadora del milagro del encuentro entre los amigos. A su alrededor nos encontramos para jugar, aún adultos, como niños. Y en ese rato, seguimos siendo los chicos que nunca dejamos de ser. Esos chicos-grandes se encuentran una tarde cualquiera, y zas!: la amiga común obra el milagro, y el momento mágico se produce. Ese rato que queremos prolongar hasta el infinito. Y como no se puede, quedamos para la semana siguiente. A la misma hora. En el mismo lugar.
Así, hace 20 y pico de años, un grupo de pibes empezó a juntarse. Deambularon esa Buenos Aires querible y cambiante, hasta que un día, esos pies deseosos de diversión, los trajeron a la calle Fitz Roy. Desde entonces, cada jueves, como una misa pagana, celebran su rito alrededor de su amiga. Nadie sabe cuántos son. Ni quiénes. Se dice que entre ellos hay hombres de negocios, oscuros financistas, obreros, empleados, agentes de la Mossad, un par de abogados, gente de la noche, de la radio, hombres del arte y la arquitectura, cantores, poetas y matasanos de todo tipo.
Este es un lugar con historia propia. Sus paredes dan testimonio de ello. Aquí jugaron glorias de básket, como Roberto “el Negro” González, capitán de la mítica selección del ´50. Aquí hicieron sus primeros jueguitos Saviola y algunos otros…
Años de romance con el lugar germinaron en la idea de darle al Club Palermo el lugar que se merece. Un lugar donde departir al mejor estilo del Buenos Aires de todos los tiempos, un bar con vermú, aceitunas y papasfritas, y una comida casera, suculenta y porteña. Y alguna melodía. Para comer entre amigos. Los invitamos a compartir nuestra casa.
Es obediente y confiable, si se la trata de manera sensible. Uno la tira para arriba, y baja. Si se la dirige hacia un objetivo, salvo error u omisión, lo alcanza. Es el juguete perfecto de los pibes. Puede ser de cualquier tamaño, precios y colores. Sirve para los juegos más sencillos y los deportes más populares. Con una juegan todos. No importa el color, la raza o la religión. La pelota es reina. La de trapo, la de medias, la plastibol o la “pulpo” que te dejaba los chutazos marcados. La de tiento, que no llegamos a usar. Hasta las codiciadas Pintier, o Tango de “los de primera”. Y las de ahora, que viajan como misiles. Las más sofisticadas: las aterciopeladas de tenis y la curiosa miniatura del golf, propias de mentes más perversas. Otras se han especializado, como las de básket o voley… Algunas han tenido que soportar tanto el peso del amor de sus adoradores, que se han ido deformando, como las de rugby.
Son, siempre, nuestro rato de alegría. No hay otro juguete tan amable, tan versátil, tan querible como la pelota. Es el primer regalo que recibe un varón y la compañera inseparable, hasta el día de su muerte. Está por verse si el Barba no nos tiene deparado un lugarcito para seguir jugando. Para Bioy, el paraíso era una cancha de tenis. Sueiro no se animó si decir si detrás de la luz blanca espera una gran pradera de gramilla verde, llena de Tangos lustrosas, listas para jugar.
La pelota es una amiga. Y logra su epifanía cuando se vuelve el centro, la generadora del milagro del encuentro entre los amigos. A su alrededor nos encontramos para jugar, aún adultos, como niños. Y en ese rato, seguimos siendo los chicos que nunca dejamos de ser. Esos chicos-grandes se encuentran una tarde cualquiera, y zas!: la amiga común obra el milagro, y el momento mágico se produce. Ese rato que queremos prolongar hasta el infinito. Y como no se puede, quedamos para la semana siguiente. A la misma hora. En el mismo lugar.
Así, hace 20 y pico de años, un grupo de pibes empezó a juntarse. Deambularon esa Buenos Aires querible y cambiante, hasta que un día, esos pies deseosos de diversión, los trajeron a la calle Fitz Roy. Desde entonces, cada jueves, como una misa pagana, celebran su rito alrededor de su amiga. Nadie sabe cuántos son. Ni quiénes. Se dice que entre ellos hay hombres de negocios, oscuros financistas, obreros, empleados, agentes de la Mossad, un par de abogados, gente de la noche, de la radio, hombres del arte y la arquitectura, cantores, poetas y matasanos de todo tipo.
Este es un lugar con historia propia. Sus paredes dan testimonio de ello. Aquí jugaron glorias de básket, como Roberto “el Negro” González, capitán de la mítica selección del ´50. Aquí hicieron sus primeros jueguitos Saviola y algunos otros…
Años de romance con el lugar germinaron en la idea de darle al Club Palermo el lugar que se merece. Un lugar donde departir al mejor estilo del Buenos Aires de todos los tiempos, un bar con vermú, aceitunas y papasfritas, y una comida casera, suculenta y porteña. Y alguna melodía. Para comer entre amigos. Los invitamos a compartir nuestra casa.
Voces en la puerta.
Es domingo.
Lo sé por la mañana, que se demora en el silencio, prolongando la modorra de la trasnochada.
La calle vacía de autos, las veredas quietas, alguna vecina, escoba en mano, que sacude las hojas de un otoño lerdo.
La vida camina lánguida los domingos, silente y calma. Sólo más tarde, las campanas dulces y antiguas, llaman a misa de nueve, o de once. Alguna madre presurosa, transita solitaria la vereda, de la panadería a la casa, con la bolsa de red en la mano, pan y queso rallado. Quizá alguna factura.
De a poco, perfumes de cebolla y tomate, anuncian tucos históricos. Mientras señoras grandes y de negro, y algunos niños se acercan a la parroquia para el monótono tedio del oficio dominical. No muchos. En estas tierras la fe es un asunto moderado. Ya mas al borde del mediodía, aparecen los 600, los 404, los Valliant, en busca de la reunión familiar y habrá ravioles, o fideos, amasados en casa y vino con chispeantes sifones, y charlas de padres e hijos y cuñados, y comentarios de la revolución que se vino, y de la que vendrá, y de lo mal que está todo y de dónde iremos a parar. A veces, se alza un poco la voz. A veces, algunas miradas callan y buscan el piso. Luego estará, claro, el domingo. El fútbol y el clásico. La cancha es un templo laico, los cánticos y los rumores llenan el aire ya desde el partido de reserva. Los colores, la fiesta, están siempre. Voces en calle, camino a las plateas y las tribunas. Voces coreando nombres, voces armando formaciones ideales, masticando apellidos. Las escaleras largas o cortas, el asiento de la derecha para el abuelo, más acá, el tío, el papá, los chicos. La Baja Belgrano es una sucursal de la mesa del domingo (al menos, era la nuestra). Allá, sobre la derecha, la popular se llena lenta.
Finaliza el preliminar, y el domingo se eleva en clamores, rítmicos, sonoros. Sólido, el rumor esencial se hace una masa completa que hace un tajo en las gradas, de lado a lado. Que se lleva la modorra de una siesta hace rato renunciada, y que levanta el alma, hacia otra parte, a lugares insospechados. Explota en algarabía, y cintas y papeles, cuando los jugadores salen al pasto, y el juego no alcanza para abstraer las gargantas, que siempre piden más, que siempre tienen a mano un canto, un grito, algún insulto. El partido no es gran cosa. Un empate de ésos, de tantos. Apenas Amadeo deleitándolos con sus picardías, para delirio de la platea de señoritas, que lo idolatran, como a un dios griego. Luego, como pasa a veces, cuando todo languidece, la muchedumbre que empieza a irse, los cánticos más apagados, las banderines a mitad de precio, los choripanes fríos. El estadio comienza a vaciarse, y las voces se van deshilachando. Detrás del arco de Alcorta, los visitantes bajan agolpados, presurosos. Las escaleras en sombras, las barandas imprecisas. Primero los reclamos, los empujones, luego las protestas, los gritos, los insultos, luego los gritos distintos, el miedo, el pánico subiendo las escaleras desde abajo, el gemido, el llanto, el sollozo, la tragedia. Una tragedia, setenta tragedias. El ulular de las sirenas, el repiqueteo de los cascos de la montada, los gritos otra vez, más sirenas. Los flashes de los fotógrafos. Después la voces de los diarios, las medias verdades de la política. Luego tu voz, los escritos, los testimonios, las pericias, las sentencias. Tu voz siempre. Aún sabiendo cómo la verdad sucumbe, tu voz siempre, firme. Y ya les has contado todo. Una vez más. Ya está bien entonces.
Escuchás? Llegaron los chicos. Te están llamando. Te esperan afuera, para jugar. Vamos, que es domingo.
Buenos Aires, diciembre de 2008.
Es domingo.
Lo sé por la mañana, que se demora en el silencio, prolongando la modorra de la trasnochada.
La calle vacía de autos, las veredas quietas, alguna vecina, escoba en mano, que sacude las hojas de un otoño lerdo.
La vida camina lánguida los domingos, silente y calma. Sólo más tarde, las campanas dulces y antiguas, llaman a misa de nueve, o de once. Alguna madre presurosa, transita solitaria la vereda, de la panadería a la casa, con la bolsa de red en la mano, pan y queso rallado. Quizá alguna factura.
De a poco, perfumes de cebolla y tomate, anuncian tucos históricos. Mientras señoras grandes y de negro, y algunos niños se acercan a la parroquia para el monótono tedio del oficio dominical. No muchos. En estas tierras la fe es un asunto moderado. Ya mas al borde del mediodía, aparecen los 600, los 404, los Valliant, en busca de la reunión familiar y habrá ravioles, o fideos, amasados en casa y vino con chispeantes sifones, y charlas de padres e hijos y cuñados, y comentarios de la revolución que se vino, y de la que vendrá, y de lo mal que está todo y de dónde iremos a parar. A veces, se alza un poco la voz. A veces, algunas miradas callan y buscan el piso. Luego estará, claro, el domingo. El fútbol y el clásico. La cancha es un templo laico, los cánticos y los rumores llenan el aire ya desde el partido de reserva. Los colores, la fiesta, están siempre. Voces en calle, camino a las plateas y las tribunas. Voces coreando nombres, voces armando formaciones ideales, masticando apellidos. Las escaleras largas o cortas, el asiento de la derecha para el abuelo, más acá, el tío, el papá, los chicos. La Baja Belgrano es una sucursal de la mesa del domingo (al menos, era la nuestra). Allá, sobre la derecha, la popular se llena lenta.
Finaliza el preliminar, y el domingo se eleva en clamores, rítmicos, sonoros. Sólido, el rumor esencial se hace una masa completa que hace un tajo en las gradas, de lado a lado. Que se lleva la modorra de una siesta hace rato renunciada, y que levanta el alma, hacia otra parte, a lugares insospechados. Explota en algarabía, y cintas y papeles, cuando los jugadores salen al pasto, y el juego no alcanza para abstraer las gargantas, que siempre piden más, que siempre tienen a mano un canto, un grito, algún insulto. El partido no es gran cosa. Un empate de ésos, de tantos. Apenas Amadeo deleitándolos con sus picardías, para delirio de la platea de señoritas, que lo idolatran, como a un dios griego. Luego, como pasa a veces, cuando todo languidece, la muchedumbre que empieza a irse, los cánticos más apagados, las banderines a mitad de precio, los choripanes fríos. El estadio comienza a vaciarse, y las voces se van deshilachando. Detrás del arco de Alcorta, los visitantes bajan agolpados, presurosos. Las escaleras en sombras, las barandas imprecisas. Primero los reclamos, los empujones, luego las protestas, los gritos, los insultos, luego los gritos distintos, el miedo, el pánico subiendo las escaleras desde abajo, el gemido, el llanto, el sollozo, la tragedia. Una tragedia, setenta tragedias. El ulular de las sirenas, el repiqueteo de los cascos de la montada, los gritos otra vez, más sirenas. Los flashes de los fotógrafos. Después la voces de los diarios, las medias verdades de la política. Luego tu voz, los escritos, los testimonios, las pericias, las sentencias. Tu voz siempre. Aún sabiendo cómo la verdad sucumbe, tu voz siempre, firme. Y ya les has contado todo. Una vez más. Ya está bien entonces.
Escuchás? Llegaron los chicos. Te están llamando. Te esperan afuera, para jugar. Vamos, que es domingo.
Buenos Aires, diciembre de 2008.
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