La pelota es el juguete perfecto.
Es obediente y confiable, si se la trata de manera sensible. Uno la tira para arriba, y baja. Si se la dirige hacia un objetivo, salvo error u omisión, lo alcanza. Es el juguete perfecto de los pibes. Puede ser de cualquier tamaño, precios y colores. Sirve para los juegos más sencillos y los deportes más populares. Con una juegan todos. No importa el color, la raza o la religión. La pelota es reina. La de trapo, la de medias, la plastibol o la “pulpo” que te dejaba los chutazos marcados. La de tiento, que no llegamos a usar. Hasta las codiciadas Pintier, o Tango de “los de primera”. Y las de ahora, que viajan como misiles. Las más sofisticadas: las aterciopeladas de tenis y la curiosa miniatura del golf, propias de mentes más perversas. Otras se han especializado, como las de básket o voley… Algunas han tenido que soportar tanto el peso del amor de sus adoradores, que se han ido deformando, como las de rugby.
Son, siempre, nuestro rato de alegría. No hay otro juguete tan amable, tan versátil, tan querible como la pelota. Es el primer regalo que recibe un varón y la compañera inseparable, hasta el día de su muerte. Está por verse si el Barba no nos tiene deparado un lugarcito para seguir jugando. Para Bioy, el paraíso era una cancha de tenis. Sueiro no se animó si decir si detrás de la luz blanca espera una gran pradera de gramilla verde, llena de Tangos lustrosas, listas para jugar.
La pelota es una amiga. Y logra su epifanía cuando se vuelve el centro, la generadora del milagro del encuentro entre los amigos. A su alrededor nos encontramos para jugar, aún adultos, como niños. Y en ese rato, seguimos siendo los chicos que nunca dejamos de ser. Esos chicos-grandes se encuentran una tarde cualquiera, y zas!: la amiga común obra el milagro, y el momento mágico se produce. Ese rato que queremos prolongar hasta el infinito. Y como no se puede, quedamos para la semana siguiente. A la misma hora. En el mismo lugar.
Así, hace 20 y pico de años, un grupo de pibes empezó a juntarse. Deambularon esa Buenos Aires querible y cambiante, hasta que un día, esos pies deseosos de diversión, los trajeron a la calle Fitz Roy. Desde entonces, cada jueves, como una misa pagana, celebran su rito alrededor de su amiga. Nadie sabe cuántos son. Ni quiénes. Se dice que entre ellos hay hombres de negocios, oscuros financistas, obreros, empleados, agentes de la Mossad, un par de abogados, gente de la noche, de la radio, hombres del arte y la arquitectura, cantores, poetas y matasanos de todo tipo.
Este es un lugar con historia propia. Sus paredes dan testimonio de ello. Aquí jugaron glorias de básket, como Roberto “el Negro” González, capitán de la mítica selección del ´50. Aquí hicieron sus primeros jueguitos Saviola y algunos otros…
Años de romance con el lugar germinaron en la idea de darle al Club Palermo el lugar que se merece. Un lugar donde departir al mejor estilo del Buenos Aires de todos los tiempos, un bar con vermú, aceitunas y papasfritas, y una comida casera, suculenta y porteña. Y alguna melodía. Para comer entre amigos. Los invitamos a compartir nuestra casa.
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