lunes, noviembre 19, 2007



Tréboles tiernos.

Hay, o había, en ese paraíso que era la niñez,
tréboles tiernos, arrancados de un manotón
de la tierra húmeda, que deban en medio del jardín
un manchón negro, mitad barro, mitad nada.
Un rocío frío, de una mañana de julio cualquiera.
Despertarse era destronar la helada, ignorarla,
aplastarla a zapatazos, abrazando el hielo del día,
a mandíbulas llenas, a pulmón ardiente, a sudor forzado,
casi milagroso, entre el vapor que exhalábamos
como dragones sonrientes.
El desafío al músculo dormido, herido de orgullo.
La seguridad de poder sobreponerme.

Esas mañanas fueron un jirón de mi vida.
Y todavía hoy me siguen diciendo que
las estrellas se pueden tocar,
y que no hay medida para el deseo.
Que quebrar la quietud y la muerte,
la fatiga y el desengaño, es parte de la aventura.
La parte principal, y la primera.
La que como locomotora te lleva por la vida.

La vida es lo que uno recuerda de ella.



La vida es lo que uno recuerda de ella.

Pero también es lo que hemos vivido.
La memoria es selectiva, pero también variable. Hoy recordamos unas cosas, mañana otras. Es sorprendente cómo olvidamos diálogos, situaciones enteras ocurridas sólo minutos atrás, tan sólo porque no le damos la menor importancia a lo que se desprende de ellas. Y por otro lado, tardes completas, recorridos banales, y hasta perfumes certeros y secretos (un redondo aroma a vainilla), o imágenes casuales (la delicada tela de una camisa a cuadros celeste y blanca estallando contra el sol de una primavera lejana) se vuelven presentes aunque hayan ocurrido largos años atrás, si es que han impactado nuestra alma en la manera correcta. Nuestro mundo está signado por el interés que depositamos en esos momentos.
Es que la felicidad está hecha de momentos, de instantes más o menos duraderos. Y siempre recordaremos esos momentos felices.
Sobre todo porque la felicidad no es un lugar al que se llega, sino una manera de recorrer el camino que nos toca.
Y el dolor?
Ah, el dolor es, para mí, diferente. No se recuerdan tanto los momentos dolorosos, sino que hay ciertas faltas, ciertas ausencias que se instalan como nubarrones en algún lugar del alma, ese lugar que para el mundo exterior se refleja, generalmente, en la mirada.
En realidad es que el dolor no se recuerda. El dolor duele. Duele hoy, ahora. Es presente. No es pasado, aunque se remita a remotas experiencias o historias, y a veces, ni siquiera sepamos su auténtico origen. Simplemente está ahí, como una parte de nuestra personalidad. El dolor nos acompaña silente, como parte de nuestra sombra.
Somos nosotros, o a lo mejor esos otros momentos de gloria, de gozo, los que ponen nuestra sombra por delante o por detrás.
Es entonces que vivimos una sola vida, o todas aquellas que permiten nuestros recuerdos?
La memoria, mezclada con la imaginación, es un arma fantástica,. Herramientas que combinadas con algo de arte, permiten la creación de mundos completos y fantásticos.
Qué, eso no es la realidad? NO, claro que no.
Tampoco es la realidad que la vida sea lo que uno recuerda de ella. Es tú realidad. Así que tu vida será una para ti y otra diferente para quien desde fuera te vea.
Me pregunto si en algo habrá coincidencias. Presumo que en los casos en los cuales se verifiquen mayores coincidencias entre lo que uno siente y los demás perciben, serán los casos en que el común de la gente te perciba como una persona honesta, abierta, creíble. Visible.

Y en los demás casos, serás un castillo inexpugnable, un misterio.

Ahora veo y me pregunto, si la vida es lo que recuerdas, qué recuerdos habré dejado. Qué parte de esa vida soy. Porque lo que ocurrió lo sé. También sé lo que recuerdo.
Esa sensación transcurre como otro sendero del desencuentro.



La vida, lo vivido, lo atesorado, lo olvidado.
De todo eso estamos hechos.
Si pudiera elegir, y el don me fuera dado, me gustaría, como una esponja simpática, llevarme conmigo lo mejor de cada rato, lo mejor de cada encuentro.
Aunque quizás esa no sea una aspiración para esta vida, sino para la otra. Una manifestación del Paraíso.


Guardamos las memorias esperanzadoras, las promesas de estar mejor. Las voces quebradas, suenan como acordes de una canción de amor, las miradas enfurruñadas, como amaneceres, los besos volados, como lunas de noches marinas, los suspiros, como besos dados.

Es que nada pude hacer que mate esas cosas dentro de mí.

Estoy perdido, sin remedio.

Los Asesinos



Los asesinos.

Soy un agujero. Tengo un vacío en la panza, grande como un quasar.
Un trompo que no gira, pero que me horada las entrañas.
Nunca me creí perfecto, ni di por mi propia valía más de lo que ella importaba.
Y hoy sé que esa certeza es fundada. Nadie vale nada. Sólo valemos lo que la otra persona hace que valgamos en su propia vida, en su propia emoción.
Ni el estoicismo, ni el escepticismo o el aislamiento garantizan la libertad absoluta del individuo. La validación real, la afirmación de la propia existencia, se da en el otro. En el reconocimiento del otro.
Desconociendo o ignorando este detalle, uno podría conformarse o contentarse con permanecer ajeno, inerte, y expectante, desde una ética y una estética, más bien prescindente. Asi Pessoa, o, por momentos, Borges y tantos otros.
Y entonces, pregunto por qué y por dónde se forma este vacío, tan parecido a la soledad, esas ansias de completar nuestras vidas y nuestros sentimientos con emociones que nacen de nosotros mismos, pero que se alimentan del reconocimiento de los demás. De la amistad, de la devolución de gentilezas, del respeto..,
La ignorancia, el desdén y el olvido, se llevan las palmas como las armas nucleares contra la autoestima.
Nada parecemos sin el otro, sin su mirada, sin su llamado, sin su atención, sin su cariño, sin su odio.
Nada somos, cuando ni siquiera nos ignoran.
Y es que así, simplemente, no somos.
Nos aniquilan. No existimos. Nos matan, nos asesinan sin mover un solo músculo, sin pronunciar un grito, sin decir una palabra.
Y por eso andamos por ahí, desangelados, desiertos de él o ella. Agujereados sólidamente, consistentemente, como un dibujito animado, atravesado de lado a lado por un misil marca Acme, hecho de desapego, y olvido.
Nos decapitan, nos arrancan el corazón al dejarnos solos en el mundo.
Solos en la muchedumbre ruidosa. En medio de la multitud que clama por nosotros y nos tironea, arrancando gajos de nuestra voluntad, nuestro respeto, nuestros criterios.
Nos dejan solos, solos en medio de tantas cosas, de tantas obligaciones, de tanta gente.
Nos dejan solos, solos de ellos, solos de su perfume, de su presencia y de su voz.
Solos de sus suspiros.
Solos de sus ojos.