martes, julio 03, 2007

Hoy, hijo.


Hoy, que podemos, que la vida nos deja, caminemos juntos.
Aunque tus pasos, más ansiosos, a veces se angustien en mi (pretendida) serenidad.

Parece que te llevo y te traigo, y, en verdad, en cada tramo, crezco con vos, y mi pulso se acelera con el tuyo.
Cuánto de mí haya en vos, no lo sé.
Pero si alguno vez me interesó, si alguna vez verte era verme, verme mejor, verme niño, o joven otra vez, ya no es así. Eso ya pasó. Ya entendí.

Y hoy te veo a vos. Solo a vos mismo. Sí, es cierto, con algún aire, un halo.
Pero vos, entero, distinto y único. Creciendo, andando, tropezando, pero haciéndote.

Veo tus ganas y tu esfuerzo. Y te admiro.
Veo que cada día entendés mejor el valor de saberte capaz de intentarlo todo.
Que los únicos límites, los encontrarás dentro tuyo.
Que las únicas fronteras, son las que vos mismo pongas alrededor de tu corazón.

Porque no hay hombres, jugadores, equipos, materias u obstáculos invencibles.
Pero sí hay hombres indestructibles.

Y ésos son lo que con cada traspié, con cada desilusión, con cada desamor, con cada derrota, se vuelven a levantar, se lamen las heridas, se limpian la sangre reseca, se enjuagan las lágrimas (porque los indestructibles saben que llorar está permitido), y se vuelven a levantar, y vuelven a intentarlo.
Animados por una llama, un fuego sagrado que todo lo supera.

Cuida esa llama.
Aún cuando todo parezca apagarse.
Guárdala en un lugar secreto de tu corazón
Protégela, porque ésa es tu esperanza, ése es tu fuego.
Y sin ese fuego, hijo mío, la vida,
la vida no vale nada.

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