martes, julio 03, 2007

Tréboles tiernos


Hay, o había, tréboles tiernos, arrancados de un manotón de la tierra húmeda, dejando en medio del jardín un manchón negro mitad barro y mitad nada.
Un rocío frío, de una mañana de julio cualquiera.
Despertarse era destronar la helada, ignorarla, aplastarla a zapatazos, abrazando el hielo del día, a mandíbulas llenas, a pulmón ardiente, a sudor forzado, casi milagroso, entre el vapor de dragón que exhalábamos.
El desafío al músculo dormido, herido de orgullo.
La seguridad de poder sobreponerme.
Esas mañanas fueron un jirón de mi vida.
Y todavía hoy me siguen diciendo que las estrellas se pueden tocar, y que no hay medida para el deseo.
Que quebrar la quietud y la muerte, la fatiga y el desengaño, es parte de la aventura.
La parte principal, y la primera.
La que como locomotora te lleva por la vida.

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