miércoles, mayo 13, 2009

Benkós

Hundió sus manos en el cuenco de madera, y el agua resbaló sobre su cuero calvo.
Las perlas que caían por su cuello y sus brazos devolvieron chispas de las antorchas que quemaban la noche.
Oyó crepitar los tambores, al son de las fogatas, los cantos de los hechiceros, el rumor de su pueblo, congregado alrededor del fuego y las piedras que oficiaban de altar.
Dejó caer el sayo bardo y mugroso que lo cubría, desnudando su torso y espalda, mostrando el laberinto de su camino, dibujado a punta de látigo. Un pergamino en la piel, que marcaba el camino de su vida. Desde la Bahía de Benim, hasta la selva americana, pasando por Kingston, Tortuga, Cartagena. La chusma, al verlo, rugió enardecida.
Tensó los músculos, tomó la lanza y el escudo forrado en piel de onza. Levantó la mirada. En el centro del lugar una joven y bella mujer lo vió, sin mirarlo. Altiva y tan princesa como rey su padre, tan esclava y tan libre, enfrentaba al brujo de la tribu sin inmutarse.
Benkós llamó a su lugarteniente, y se aseguró que el español hubiera sido ajusticiado.
Sabía que había logrado huir gracias a su hija, perdida de amor por el príncipe blanco. No se lo reprochaba, pero no podía perdonarla. La princesa no abrió la boca, no emitió un solo sonido. No afirmó ni negó. Pero aceptó la ley de la tribu, Debía beber la pócima que el brujo le ofrecía. Si era culpable, moriría.
Benkós, el Rey del Palenque, el soberano de la Matuna, el Rey del quilombo, observó a su hija por última vez. Luego se volvió, y montó en su caballo, decido a reducir la ciudad a cenizas.

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