domingo, agosto 08, 2010

Mañana de domingo





Hoy se despertó pesada, los ojos hinchados, la garganta seca. Ya había algo de luz en el cuarto. Esa maldita persiana no terminaba de cerrar. Sin atreverse a girar hacia el lado equivocado de la cama, alargó su mano derecha a la mesita de luz, y tomó el vaso. Sin terminar de abrir los ojos. Se incorporó apenas, esperando aliviar el malestar con el resto del agua, pero el vaso estaba vacío. Ahogó un suspiro ronco y se sintió apenas un poco peor. Apartó la frazada y la sábana y se sentó al borde de la cama, indecisa. Esperó unos segundos. Nada. Solo el silencio del domingo. De una mañana cualquiera de un domingo inútil. Nada. Bajó de la cama y miró, ahora sí, al otro lado. Apenas la leve depresión del colchón confesaba su ausencia. Un espacio vacío. Un agujero. Un cero redondo y completo como el silencio de ese domingo. Le pesó la cabeza y la nuca, y se odió con todas sus fuerzas. Otra vez, pensó. Se mordió el labio con tanta fuerza que sangró. Fue al baño. Se lavó la cara y abrió la ducha, caliente, muy caliente. Mientras el agua corría puso la a calentar la pava. Otra vez se había ido. Se había escapado, como el cobarde maldito que era. Ni siquiera la despertó para despedirse, ni siquiera una nota. Nada. Miró por sobre su hombro la cama grande, las sábanas desordenadas y le apreció que todavía podía adivinar el hueco que dejara el cuerpo del lado izquierdo. Su lado era el derecho, más cerca del teléfono del baño, de la puerta. El otro siempre fue el lado del otro, el de la ventana. Ella era local, el otro visitante.
Pero nunca como esta vez deseó tanto que se quedara. Todavía podía ver la cara mezcla de asombro y de ternura que él puso cuando ella le dijo que no podía creer que por un rato sería todo de ella. Por un ratito, se repitió, todo de ella.
En el baño, se encontró frente a frente con su cuerpo, todavía lleno de su aroma, desvestido para la ocasión. Se sintió estúpida y tonta en ese conjunto tan sexy. Tiró la lencería de seda roja al cesto de la ropa sucia, y se metió en la ducha hirviendo. Se quemó, y mezcló con agua fría. Se bañó rápido, sin saber por qué. Descolgó la vieja bata de algodón de la percha de la puerta del baño y cuando volvió a enfrentar el espejo vio sus ojos rojos, derretidos en lágrimas ácidas y vivas. Apretó los labios, y se prometió que no lloraría. No más. No por él. Al final de cuentas, no era más que un cagón.
Abrió la persiana del living. El sol invadió el silencio de la sala, entrando como un domingo entero. Había huido. No podía dejar de pensar que, otra vez, se había ido. Había escapado a su guarida tonta y burguesa, a su estúpida casita con flores en el jardín, con una rural en la puerta, con una mujer boba y gruesa que ya no le hacía caso, y sus hijos, grandes gordos y bobos como su madre, que sólo aprovechaban la billetera del padre. Que se joda.
Apagó la lámpara del sillón. Se la había regalado él. Tendría que sacarla. No quería saber más nada, no quería recordarlo siquiera, quería extirparlo de su vida. Era una lámpara linda, un diseño moderno y original. Una pena.
Nunca se resignó a la verdad; él nunca se separaría. Ahogó un grito, quería gritar, tenía bronca, impotencia, ansiedad. Al final de cuentas, ella siempre lo supo. Ella le dijo que no le importaba. Que ella sabía que era así. Que se quedara tranquilo.
Una mierda. Una flor de mierda. Tenía que sacar la lámpara, y esas láminas que le trajo de un viaje. Le dio más bronca todavía. Todo eso le gustaba, él tenía buen gusto. Todo el departamento estaba lleno de sus marcas. Fue el único que la acompañó cuando tomó la decisión de comprarse el departamento e irse a vivir sola. Hasta compraron la heladera juntos. Una locura.
Volvió al dormitorio, deshizo la cama y tiró las sábanas al suelo. Las hizo un bollo y las apartó para llevarlas al lavadero. No. Pensó mejor. Las sábanas … las quemaría. Eso estaría bien. El fuego purificador se llevaría las cartas, las pocas fotos, las sábanas. Luego tirarías las láminas y regalaría la lámpara. Y la heladera. En fin, la heladera no. Era mucho quilombo. Quemaría las sábanas. Eso estaba bien. Era simbólico. Borraría todos sus mensajes, cambaría el número de su celular, nunca más pisaría siquiera la vereda de su escritorio. Nunca más. Maricón, pensó. Cobarde. Se fue, podés creer, se fue….calentito a casita… era una mierda, pensó. Ni una nota. Ni un beso. No, nunca más. Basta.
Estaba tan enojada. Una vez. Le había pedido nada más que una vez se quedara con ella una noche entera. Pero no. Ni eso. Ni una noche. Mierda.
La culpa era suya. Se lo decía una y otra vez, pero no aprendía. No importaba cuan infeliz fuera, que su mujer fuere brujas, harpía, una frígida serpiente o un enorme elefante menopáusico. Siempre volvía a su cubil.
Y los otros?, se preguntó. Los otros ni figuran. Al menos él tenía ganas de alguna diversión, de alguna aventura.
Todavía recordaba la cara de él cuando en pleno viaje en taxi, le bajó el cierre del pantalón y a vista y paciencia del taxista se ocupó de atenderlo como si estuvieren en la más absoluta intimidad. El se había reído mucho contándole cómo veía la cara incrédula del tachero que por el retrovisor intentaba decidir si lo que veía era cierto o el recuerdo de una película en el canal condicionado. Se reía a carcajadas cuando llegó a la parte en que casi chocan en un semáforo. O esa otra vez, en el estacionamiento del restaurant de San Isidro, al lado del río, detrás de un árbol. Pero él era además una buena compañía. Un amigo. Alguien con quien conversar, horas enteras. Caminando por cualquier calle, escondido en cualquier café. Si, él era más divertido que cualquiera de los solteros elegibles que su familia le ponía delante, cada fin de semana. Maniáticos adolescentes tardíos, perdidos alrededor o dentro de su propia burbuja. Un plomo. Qué mierda. Tendría que borrar esa sonrisa de su vida. Volvió a enojarse. Era un turro. Un hijo de puta, un tarado.
De repente oyó algo en la cocina y se acordó que había dejado la pava con el agua para hacer café. Cuando llegó, el agua hervía con mucha fuerza, y al sacarla del fuego, la tapa saltó por los aires, y el vapor le quemó la cara, y la tapa cayó en su mano. Gritó, más enojada aún y además dolorida, insultado a diestra y siniestra mientras la pava rodaba al suelo y el agua hirviendo mojaba el piso de la cocina y le quemaba los pies descalzos. Dio otro gritito y salió hacia la entrada. En ese momento sonó el timbre, a sus espaldas. Quién sería, justo ese día, esa mañana, en ese puto momento que la vida se cagaba de risa de ella, y le quemaba la cara, los pies y las manos, y los ojos no veían la luz de la mañana de la bronca y el desarreglo que era su vida entera, en ese mismo momento en que se sentía morir, o se quería matar, (no lo tenía bien claro, era demasiado temprano y el café era un proyecto demorado) quién carajo sería? el portero, el diariero con la factura, , .. su madre? O peor, su hermana? Ahora?, qué rompebolas, por Dios! Abrió la puerta violentamente y sin pensar, gritando, quién es?!
La miró desconcertado, le pidió que la perdonara, que no la había querido despertar, pero que se había olvidado la llave- que había ido a la panadería, le dijo, balanceando estúpidamente un paquete de facturas del rulito de un piolín. Le dijo que la mitad eran de grasa, y la otra, de manteca.