lunes, noviembre 19, 2007



Tréboles tiernos.

Hay, o había, en ese paraíso que era la niñez,
tréboles tiernos, arrancados de un manotón
de la tierra húmeda, que deban en medio del jardín
un manchón negro, mitad barro, mitad nada.
Un rocío frío, de una mañana de julio cualquiera.
Despertarse era destronar la helada, ignorarla,
aplastarla a zapatazos, abrazando el hielo del día,
a mandíbulas llenas, a pulmón ardiente, a sudor forzado,
casi milagroso, entre el vapor que exhalábamos
como dragones sonrientes.
El desafío al músculo dormido, herido de orgullo.
La seguridad de poder sobreponerme.

Esas mañanas fueron un jirón de mi vida.
Y todavía hoy me siguen diciendo que
las estrellas se pueden tocar,
y que no hay medida para el deseo.
Que quebrar la quietud y la muerte,
la fatiga y el desengaño, es parte de la aventura.
La parte principal, y la primera.
La que como locomotora te lleva por la vida.

1 comentario:

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